Suplicando amor

por Georg Kasch
Traducción: Margarita Borja

Heidelberg, 9 de febrero de 2020

El arte conoce la compasión. Como sucede al final de la obra, cuando el autor se encuentra en Chile, en una clínica de desintoxicación, con una madre cuyo hijo se ha suicidado tras asistir al teatro, nada menos que tras ver la obra de dicho autor quien ahora recuesta su cabeza en el regazo mismo de esa madre. Vemos formarse así una Pietà sobre el escenario, mientras escuchamos al autor hablando sobre su soledad. Y a quien este instante le remite a Almodóvar no se equivoca: nos encontramos ante una escena de telenovela fina que además contrasta con una de las más repetidas máximas de su creador: el arte no conoce ninguna moral.

Asesino en serio, asesino en masa

Aunque en realidad todo está entre comillas. Qué es verdad y qué es mentira en “El bramido de Düsseldorf” es algo que no llega a aclararse jamás. Lo cual por supuesto tiene que ver con el género de esta obra, pues su autor y director, Sergio Blanco es un experto de la autoficción. Así como afirma él mismo en la entrevista concedida a este Festival: “La autoficción es un relato sobre uno mismo que se va mezclando con relatos inventados. El género de la autoficción no tiene nada que ver con la autobiografía, la cual necesita de un pacto de verdad […] Por oposición a este pacto de verdad, en la autoficción existe lo que yo llamo un pacto de mentira con el espectador: voy a relatar mi vida pero mintiendo…”

Y así sucede sobre las tablas: un autor llamado Sergio Blanco viaja a Düsseldorf, ciudad donde su padre, quien lo acompañaba durante el viaje, muere. Existen tres motivos posibles por los cuales el autor emprendió este viaje: está preparando una exhibición sobre el asesino en serie Peter Kürten, o trabaja en dicha ciudad como guionista gay de películas porno, o quizá ha llegado hasta allí para convertirse al judaísmo.

Estas tres opciones nos las presenta Blanco al estilo de Luigi Pirandello, apelando vehementemente a la cuarta pared. Es así como los otros personajes de la obra le recuerdan una y otra vez al autor que es él mismo quien se ha inventado todo esto y le recriminan sus frases baratas y sus construcciones vanidosas: piensa solo en sí mismo, le dicen.

Es cierto. Es la primera vez en toda esta semana de Festival que escuchamos tantas veces la palabra “yo”. Blanco es al parecer el Falk Richter de Uruguay, dando vueltas alrededor de sus propios pensamientos y obsesiones. Lo cual se identifica hoy en día inmediatamente con la vanidad. Y a esto se suma toda una serie de motivos y referencias intertextuales típicos de la burguesía culta, los cuales están ahí, lo sabemos, para tejer nuevos niveles asociativos a la hora de interpretar la trama. Así por ejemplo la imagen del venado, que señala tanto al mito de Acteón como a Bambi (cuya madre moribunda es reemplazada por padre). O las escenas bucólicas entre la pornografía y el aria: “He shall feed his flock” de Händel. O las metáforas de muerte tejidas entre el asesino en serie Kürten y el exterminio masivo en Auschwitz. 

Una afilada daga

Y hablando de Auschwitz: tras siete días de Festival en los cuales el público alemán se saturó románticamente, mirando boquiabierto la intensidad de los conflictos latinoamericanos transportados a la escena, en esta última velada nos envían los organizadores del Festival de una patada de vuelta a nuestra propia puerta. Pues una de las cuestiones que aborda “El bramido de Düsseldorf“ es: ¿qué onda tienen los alemanes con la violencia? Cuando el personaje del autor celebra al asesino Körten bajo la premisa “humanizar al perpetrador” y con ello también hace referencia a los responsables del Holocausto, sentimos que nos está clavando, y con saña, una afilada daga. La cual se siente también ante todas las estudiadas referencias a la violencia de ciertas obras alemanas como “Werther”, “Woyzeck” y el filme de Fritz Lang: “M – Eine Stadt sucht einen Mörder” (“M, una ciudad en busca de un asesino”).

En todo caso, la puesta de escena de Blanco está muy bien lograda. Su estética nos resulta familiar, se la puede encontrar desde Jürgen Gosch en varios teatros municipales: en un cubo blanco sin salida, tres extraordinarios actores se intercambian posiciones y roles, cantan medio en playback medio en vivo canciones adecuadas y quedan inundados bajo una marea de video proyecciones. El autor interpretado por Gustavo Saffores echa mano del bajo electrónico y acapara las líneas de los otros; Walter Rey conmueve como padre moribundo, cuya sola mirada basta para revelarnos todo lo que piensa sobre su hijo; Soledad Frugone interpreta varios personajes secundarios con estudiada precisión. Es un gusto verlos sobre las tablas. Sin embargo, Blanco demora demasiado en tomar la curva hacia el abismo, la desesperación y la súplica de amor. Así que llegamos a este momento ya bastante desgastados por el juego de enigmas entre la verdad y la mentira. Y esta velada, que a ratos resulta verdaderamente fascinante, termina por darnos un poco igual.

 

El bramido de Düsseldorf

Texto y dirección: Sergio Blanco
Escenografía, vestuario e iluminación: Laura Leifert, Sebastián Marrero / Diseño de visuales: Miguel Grompone / Diseño de sonido: Fernando Tato Castro / Asistencia de dirección: Danila Mazzarelli / Producción: Matilde López Espasandín / Producción y circulación: Matilde López Espasandín, Marea / Con el apoyo de: Teatro Solís, Intendencia de Montevideo, INAE

Elenco: Soledad Frugone, Walter Rey, Gustavo Saffores

Duración: 2 horas, sin intermedio

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